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viernes, 24 de agosto de 2012

Poema sin nombre

Ya no puedo ver mi cielo.
El bosque crece
y se come mi cielo.

¡Ay!, mi pequeña porción de cielo naranja,
no te mueras
que si te mueres
muero yo también.

¿Cómo aguantar esta tristeza fúnebre,
que carcome almas
y desgasta cuerpos?

Mueren mis nubes rojas.
Mueren ahogadas.
Ahogadas en la sangre cálida
que derramé para teñirlas.


Prefiero llorar con alma que vivir sin ella

Si yo pudiera mantener cada vez por más tiempo en mí esa sensación de indiferencia hacia los demás, ese desinterés por los sentimientos, pensamientos y opiniones de los otros, esa satisfacción que en ocasiones me produce el manipularlos a ellos... Si yo pudiera hacerlo hasta que se convirtiera en lago normal, común y cotidiano.

Si yo pudiera hacerles creer que los quiero, que estoy enamorada, que ellos me importan, sin que fuera cierto. Si yo pudiera suscitar amor sin poseerlo y darlo sin tenerlo, si yo lograra llevar una vida lejos del "amor verdaero", si lograra ser ajena a los sentimientos de cariño y afecto y, por lo tanto, al dolor de su consecuencia.

Si yo pudiera... ¡si pudiera, Dios, si pudiera!, si tan sólo pudiera... Entonces tal vez me ahorraría el sufrimiento de amar como nadie a alguien que no es capaz de ver, sentir y recibir mi amor. Tal vez cesaría este continuo derroche de sentimientos puros y sinceros.Quizá entonces dejaría de importarme la monogamia; probablemente los besos en todas sus formas, los abrazos, las caricias y el hacer el amor perderían su real sentido, su real función: la de dar a luz amor. Seguramente se convertirían los besos en un simple intercambio de movimientos placenteros, así como todo lo demás, que se convertiría en una secuencia de trucos seductores con final lujurioso.

Si yo pudiera reemplazar el amor por el mero placer sexual... Pero, ¿quién quisiera ser tan porquería?, ¿a quién le gustaría unirse con semejante asco de persona?

A mí no...

miércoles, 11 de julio de 2012

Mañana

Sonará el despertador a la hora acostumbrada, y yo no lo escucharé sino hasta la tercera vez que suene. La realidad se me juntará con el sueño y mi alma se quejará de dolor, de negación, de desesperación por tener que salir de nuevo al mundo casi desnuda y todavía maltrecha.

Por fin volveré a mi cuerpo después de una lucha sobrehumana conmigo misma, recordaré a mi querido, suspiraré por él; me sentaré en el borde de la cama sin poder abrir los ojos y escucharé el funeral silencio de esta casa abandonada, donde dormitan pedazos de amor familiar y se pudren sin refrigeración la infancia y el aire fresco.

Iré al baño, me lavaré las pestañas y las comisuras de la boca; me miraré en el espejo, me haré la pregunta de siempre que otra vez quedará sin respuesta y, rendida, volveré a mi cuarto para mirar la hora. Me daré cuenta de que se me ha hecho tarde, me saltaré otra vez el desayuno, me mojaré el cuerpo rápidamente, me vestiré con cualquier chiro, almorzaré frío y, después de haber zampado a la carrera “lo necesario” en mi maleta, saldré a la calle y caminaré con el único rumbo en que puedo ir.

Leeré en el bus, llegaré a mi destino, pasaré la tarde haciendo un trabajo que no amo, veré a los demás fuera de mí, ajenos, y los envidiaré por su libertad. Al caer la tarde, tomaré el camino de regreso a mi muerto hogar. Me encontraré de  frente con la soledad y el frío, desearé que mi novio esté allí para abrazarme, recordaré que no sé nada de él hace ya varios días, me dolerá que haya pasado un día más sin que me llame, se me escurrirá una lágrima, se me derretirá el corazón. Desearé tener a mi madre para consolarme, pero sabré que habré de acostarme y dormirme sin haberla visto.

Dejaré que mis pies me lleven a la cocina, dejaré que mis manos abran la nevera y demás puertas en busca de comida, dejaré a mi estómago rugir sin ser saciado.

Me dirigiré entonces a mi habitación, dejaré caer en el suelo mi equipaje, me desvestiré lenta y tristemente, apagaré las luces, me tiraré boca arriba en mi cama y pensaré en toda la gente a la que quiero infinitamente y que seguramente no recordarán mi existencia.

Olvidada y resignada, le daré la cara a la almohada, la abrazaré como si fuera el pecho de mi querido y me echaré a llorar tan desconsoladamente que a las cucarachas se les partiría el corazón si lo tuvieran. Y así, me quedaré dormida. Mi alma volará libre y feliz, descansará del mundo y por fin tendrá un poco de paz; se apaciguará el dolor, se sanarán un poco las heridas que al día siguiente habrán de abrirse el doble, y al sonar el despertador, encontraré de nuevo cerradas las puertas del cielo, chillando mi alma volverá a este cuerpo y de nuevo mis ojos no querrán abrirse.

jueves, 24 de mayo de 2012

Como para bajarle al peso

Me pregunto hasta qué punto puede llegar a afectarme la ridícula cantidad de dosis de represión que me doy. Tal vez a eso se deba la hendidura entre mis pechos, tal vez a eso se deba la irremediable, continua e insecable humedad en mis pestañas. Es esa asquerosa desconfianza en mí y en todo cuanto me rodea, son esos "puedes confiar en mí" que son más nada que la nada (porque la nada, al fin de cuentas, es algo).

Es esa incapacidad de la poca humanidad que queda aún en la humanidad, con todo y su hirónica hilaridad, para manejar la atención. Es la incapacidad mía para comprender que soy nada y que en realidad nada nunca importa.

¿Hasta cuándo se prolongará?, ¿hasta cuando yo quiera?, ¡mentira!, la nada es incapaz de querer.

He dicho.

Pd: Si posee usted un oído caritativo por favor llámeme o búsqueme que yo lo voy a estar esperando.

martes, 17 de abril de 2012

Igual y a uno ya no lo leen.

Sensación de soledad infinita, de irrealidad sensible, ni yo parezco existir. Mi mundo, que a veces se reduce a cajitas llenas de adornos: la cajita de mi cuarto, la cajita del computador, la cajita del televisor, la cajita del celular, las cajitas de jugo, las cajitas de pulseras, diademas, moñas, etc, parece dejar de existir también. Es una quietud total y universal de todo, del tiempo, del aire, de mi propia existencia, yo ya no soy más que una masa de huesos, carne, pelo y sangre, y sin embargo soy, en estos momentos, mucho más que eso. Soy energía viviente, invisible para los ojos físicos, vibrante, existente.

¿Por qué creemos en mentiras si sabemos que son falsas?, ¿por qué creemos, entonces, en este mundo donde lo real se pierde por creerse irreal?, ¿qué es real?, ¿yo soy real? Y vos que me has visto, y vos que no tenés ni idea de quién soy, ¿es esto real?

Sí, la soledad mezclada con la quietud y el silencio de las tardes sola en mi casa hacen que ésta parezca flotando en el universo, completamente sola, silenciosa y quieta. Y yo misma, habito esta casa y con qué sentido, ¿para qué?, ¿para vivir?, ¿hace falta una casa para vivir?, ¿hace falta meterse en una cajita?, ¡nuestra propia jaula, carajo, nos la ponemos nosotros mismos!, ya dijo Einstein la estupidez humana no tiene límites.

Pero yo no me doy cuenta de nada. Mi habilidad para comunicarme con los demás y, en general, para comunicarme, es paupérrima.

martes, 13 de marzo de 2012

Zeeeetazetazetazetazetazeta.


Erase una vez una persona en automático. Vivía en un estado de sueño profundo y el caos reinaba dentro de ella como en cualquier otro ser humano en automático. Desde su nacimiento se montó en el automóvil de su cuerpo y aprendió a manejarlo como luego, a los 17 años, aprendió a manejar el automóvil de su madre.
Dormida se dormía, dormida se despertaba, dormida quería, amaba, deseaba; dormida se antojaba, dormida se saciaba. Y soñaba, soñaba que estaba despierta y que vivía su vida. Pero su vida no era suya. Su vida era de las tantas personalidades que entre su caos dormitaban, esperando su turno de despertar y con ello atraer emociones hasta secarlas, para luego morir y dar paso a la nueva entidad en vigilia.
Y así se le pasó la vida. Se enamoró, como cualquier persona dormida, de otro ser humano dormido, pero no, ella nunca vivió el amor. Parió dolorosamente unos cuantos vástagos también dormidos, pero ella nunca vivió el dolor. Se divorció, creía que se había acabado el amor, pero le molestaba compartir el lecho donde dormitaba. Habitó sola su casa durante la joven vejez y la ancianidad, pero nunca vivió la soledad.
Murió dormida y mientras dormía, murieron su cuerpo y su mente y al morir despertó: se vio arrugada, pálida y débil, frente a una realidad que ya no podía afrontar, ahora tenía que irse y ya no podía volver, había dormido ochenta años de su existencia, había dormido en vez de vivir. En alma se juró vigilia, pero al nacer de nuevo en cuerpo lo olvidó y se desplomó dormida a los pies de una nueva vida.

lunes, 30 de enero de 2012

La sirenita [Versión original de Hans Christian Andersen]

Para Katenkos, que no la conoce.

Mar adentro, muy lejos de la costa, allá donde las aguas son de un azul más azul que el añil más intenso, se encontraba el palacio del rey del mar. Hacía ya muchos años que el rey del mar había quedado viudo, pero su anciana madre cuidaba del palacio con admirable energía, se sentía justamente orgullosa de su ilustre y noble estirpe y, para dejar constancia de ello, se adornaba la cola con doce ostras, mientras que a las otras damas de palacio sólo les estaba permitido llevar seis. Sus nietas, las seis princesas del mar, eran todas hermosas, especialmente la más joven, que superaba a sus hermanas en belleza, sin embargo, ninguna de ellas tenía pies, porque en el lugar donde todas las niñas tienen las piernas ellas lucían una plateada cola de pez.

El palacio se encontraba en las profundidades del mar. Sus paredes eran de coral transparente y el techo estaba decorado con conchas. Muchas de las conchas se entreabrían de tanto en tanto y, durante unos instantes, dejaban vislumbrar el resplandeciente brillo de las perlas que guardaban en su interior, tan maravillosas que no hubiera podido encontrarse nada mejor para adornar la corona de una reina.

Cada una de las princesas cuidaba un rincón del jardín, la más joven había dado a su parcela una forma perfectamente redonda y sólo cultivaba flores de color rosado como la claridad del sol. Sus hermanas habían adornado el jardín con toda clase de objetos raros y extravagantes, la mayoría procedentes de antiguos naufragios, pero en el jardín de la pequeña sólo se veía la estatua de un hermoso adolescente, esculpida en mármol blanquísimo, rescatada de entre los restos de un navío hundido. Al lado de la estatua crecía un sauce llorón que la acariciaba y abanicaba con el movimiento de sus ramas.

La más pequeña de las sirenitas anhelaba conocer el mundo que, allá arriba, emergía sobre las aguas, aquellas tierras pobladas de seres extraños que habían esculpido la estatua del hermoso adolescente y siempre le pedía a su abuelita que le contara historias de los humanos que vivían en la tierra.

-Cuando tengas quince años-respondía la abuela-podrás nadar hacia lo alto y sentarte en las rocas de la costa.

La mayor de las sirenitas estaba a punto de cumplir los quince años y, como todas se llevaban un año, la más pequeña tenía que esperar cinco años hasta que le estuviera permitido salir de las profundidades para acercarse al lugar donde vivían los hombres.

Cuando se daba el caso que la luna estaba llena, las cinco sirenitas se cogían del brazo y remontaban juntas las aguas desde el fondo. El rumor de sus voces y risas, más finas y claras que las que cualquier mortal está habituado a escuchar, llegaba a veces a oídos de los marineros, “eso debe ser el canto de las sirenas”, decían los pescadores, y a la pequeña, siempre soñadora y tranquila, le brillaban los ojos como si fuera a llorar.

Finalmente llegó el día en que la sirenita cumplió quince años.

-A partir de ahora serás libre para ir a donde quieras-le dijo su abuela, la vieja reina viuda, y le colocó alrededor de la cabeza una magnífica corona de flores cuyos pétalos estaban formados por perlas.

Cuando la sirenita asomó la cabeza por encima de la superficie del agua, el sol acababa de ponerse y las nubes aparecían todavía iluminadas por una claridad rosada, y bajo aquella luz, dulce y suave, lo primero que vio la sirenita fue un gran navío de tres palos, anclado allí, en la orilla, con sus grandes velas risadas. Al caer la noche, en la cubierta del navío se encendieron cientos de luces, y un rumor de cantos y música llegó a la sirenita que, atraída por la curiosidad, se dirigió nadando hacia el barco, cuando se encontró muy cerca, se encaramó en la cresta de una ola y consiguió encaramarse hasta las ventanas de los camarotes. A través de los cristales transparentes pudo distinguir un grupo de gente, elegantemente vestida, que parecía estar celebrando una fiesta. Lo que más le llamó la atención fue el porte altivo y la postura de un joven que parecía ser el cetro de atención de todos los presentes. El joven era un príncipe que, precisamente, estaba celebrando la fiesta de su dieciséis cumpleaños.

En todo este tiempo, el navío había permanecido anclado en el mismo lugar pero, una vez acabada la fiesta, comenzó de nuevo a navegar mar adentro. Una tras otra, todas las velas se fueron hinchando, poco a poco, bajo la cometida del viento. Y, a medida que la noche avanzaba, las olas se embravecían más y más.

Un cúmulo de nubarrones negros y amenazadores se amontonó encima del barco. A lo lejos estalló el primer relámpago que anunciaba, furioso, la terrible tempestad que se avecinaba. Cuanto más fuerte soplaba el viento, más cabeceaba el navío. Y, en vez de navegar, parecía avanzar con muchas dificultades.

Las olas, negras y encrespadas, eran tan altas como montañas. Parecían fauces de lobos que quisieran tragarse al barco, ora cubierto por las enfurecidas aguas, como un cisne a punto de naufragar, ora flotando sobre las espumeantes crestas, como si estuviera haciendo diabluras para distraer a la sirenita. El barco, sometido a este vaivén caótico, crujía y gemía emitiendo sonidos lastimosos. Las olas chocaban contra el barco y salpicaban de espuma las cubiertas.

Una, más violenta y acometedora, alcanzó la galleta del palo mayor y lo quebró como si fuera una caña. Súbitamente, el barco perdió definitivamente su equilibrio, se inclinó, y en un instante la sentina quedó inundada. Al momento se produjo una gran confusión entre los tripulantes del barco que se lanzaron al agua para no quedar atrapados dentro de aquel trasto que se iba a pique irreversiblemente.

La sirenita, que hasta el momento lo había observado todo como si fuera un juego muy divertido, se dio cuenta de que el joven príncipe se había agarrado a un tronco que flotaba y que luchaba desesperadamente para resistir la furia de las olas. Durante un buen rato, el joven consiguió su propósito; pero, finalmente, no pudo más y se abandonó a su suerte. Entonces, la sirenita, que sabía que los hombres no pueden vivir bajo el agua, se zambulló y atrapó al joven en el momento preciso en que el mar se lo tragaba. Tenía los pies y los brazos entumecidos, y sus ojos negros estaban cerrados porque había perdido el conocimiento.

Ella se limitó a mantener su cabeza fuera del agua y se dejó llevar por las olas del mar.
Al despuntar el alba, la tempestad ya había desatado toda la violencia que llevaba acumulada y las aguas del mar volvían a estar tranquilas. En mitad del cielo, el sol se levantaba radiante y coloreaba ligeramente las mejillas del príncipe; pero sus ojos permanecían cerrados.

Finalmente, la sirenita divisó a lo lejos un trozo de tierra firme. Se acercó nadando y, arrastrando al príncipe, llegó a una playa rodeada por un bosque frondoso de un verdor profundo. En último término se divisaba un gran edificio que parecía un templo o una iglesia. La sirenita depositó al príncipe en la fina y blanca arena, bajo la cálida luz del sol y regresó a la mar. Nadó un poco y se escondió detrás de una roca para poder ver si alguien acudía en ayuda del joven príncipe.

No tardó mucho en acercarse una muchacha que, más o menos, debía tener su edad. En principio pareció un poco desconcertada; pero en seguida fue a buscar a sus amigas para que le ayudaran a trasladar al joven. Lentamente, el príncipe se fue reanimando y, cuando abrió los ojos, sonrió al verse rodeado por tan agradable compañía. Y así, no llegó a saber quién le había salvado de verdad.

La sirenita, presa de una extraña sensación de tristeza que no podía explicarse, se zambulló en el agua y regresó al palacio de su padre.

Al principio, la sirenita no contó nada de lo que le había ocurrido; pero, finalmente, incapaz de guardar más tiempo su secreto, lo confesó a una de sus hermanas. Enseguida, naturalmente, lo supieron las otras.

-Vengan, hermanas.- dijo la mayor de las sirenitas y, cogidas del brazo y apoyándose cada una en las espaldas de las otras, emergieron del agua formando una especie de cadena y fueron a parar delante del mismo palacio del príncipe.

El palacio era un edificio magnífico, rodeado de patios llenos de plantas y surtidores. Se accedía a su puerta a través de una amplia escalinata. Al pie de la escalinata había un pequeño canal atravesado por un puente. Protegida por la sombra que proyectaba el puente, la sirenita tuvo el valor de aproximarse y, sin ser vista, acertó a ver de cerca al joven, que permanecía callado a la luz de la luna, escuchando el canto de los pescadores que pescaban al candil y proclamaban con orgullo las hazañas de su príncipe.

La sirenita se sintió feliz al pensar que le había salvado la vida cuando las olas le arrastraban medio muerto. Aún creía notar el peso de su cabeza sobre su pecho. ¡Eran tantas las cosas que quería saber la sirenita! Menos mal que podía preguntárselas a su abuelita que, desde hacía muchos años, conocía bien aquel mundo de arriba, un mundo que ella denominaba “la comarca de las cimas del mar”.

-¿Los hombres que se ahogan viven para siempre?-preguntaba la sirenita-¿no mueren como nosotros, los que vivimos en el fondo del mar?

-Sí-respondía la anciana abuelita-los hombres también mueren y su vida dura incluso menos que la nuestra. Nosotros podemos llegar a vivir trescientos años, pero, cuando dejamos de existir, nos convertimos en espuma. Ellos, en cambio, no alcanzan casi nunca los cien años, pero creen que su espíritu vivirá otra vida inmortal más allá de la muerte de su cuerpo.

-¿Y yo no podría tener un espíritu como el que tienen los hombres?

-No, eso sólo podría suceder-decía la abuela-si un hombre te amara hasta tal punto que te quisiera convertir en su mujer. Pero eso es dificilísimo que ocurra, porque precisamente lo que aquí en el mar todos te admiran, esa preciosa cola de pez, les parece a los hombres un miembro inútil, viscoso y repugnante. ¡No entienden nada! Para que en el mundo de allá arriba te consideraran hermosa deberías tener, en vez de cola, dos puntales torpes que los hombres llaman piernas.

La sirenita, al oír estas palabras, suspiraba con tristeza y miraba melancólica su cola de pez.

“Estoy dispuesta a todo para que me ame”, pensó con determinación la sirenita, y abandonó el palacio de su padre, donde todo eran alegrías y canciones, para nadar hacia los remolinos más profundos, allá donde vive la bruja del mar.

Nunca hasta entonces había recorrido aquel camino. Los dominios de la bruja estaban rodeados de lodo maloliente. Su casa se encontraba en medio de una zona rodeada de una vegetación espesa y atormentada, con árboles que parecían pulpos de brazos larguísimos con tentáculos retorcidos como orugas siempre en movimiento, y dispuestos a enredarse estrechamente alrededor de cualquier cosa que pudieran agarrar para no dejarla escapar nunca jamás.

La sirenita del mar estaba aterrorizada; pero el recuerdo del príncipe le dio valor suficiente para nadar como una exhalación hasta la casa de la bruja.

-Ya sé a qué has venido-dijo la bruja-Necesitas librarte de tu cola de pez y tener piernas para que el joven príncipe pueda enamorarse de ti. Es una soberana tontería, pero haré lo que quieras, aunque he de advertirte que eso te conducirá fatalmente a una gran desgracia.

La sirenita escuchaba atentamente.

-Te prepararé un brebaje-prosiguió la bruja-y antes de la salida del sol nadarás hasta la escalinata del castillo y te lo beberás allí. Cuando lo hagas, tu cola se quebrará, se encogerá y se convertirá en lo que los hombres llaman unas bonitas piernas. Se trata, sin embargo, de un proceso muy doloroso. Será como si te cortaran en canal con una espada. Tendrás un paso tan ligero que no habrá nadie capaz de bailar como tú, pero cada paso que des será como si pisaras cien cuchillos afilados. Si estás dispuesta a soportar todo eso, yo te puedo ayudar.

-Sí que lo estoy-dijo la sirenita con voz temblorosa.

-Y recuerda-siguió diciendo la bruja- que una vez hayas tomado forma humana ya no podrás volver a ser jamás una sirenita del mar y no podrás bucear con tus hermanas. Y si no conquistas el amor del príncipe, de manera que por encima de todo quiera casarse contigo, en cuanto él se case con otra mujer se te romperá el corazón y te convertirás en espuma de mar.

-¿Y qué me pedirás a cambio de ayudarme?

-Tienes la voz más bonita de todas las que se escuchan en el fondo del mar. Quiero que me la des a cambio de mi brebaje mágico.

-Pero si me quitas la voz-protestó la sirenita-, ¿qué me quedará?

-Te quedarán tu belleza y tus atractivos andares, además de tus ojos inmensos y expresivos con los que, estoy segura, puedes hacer feliz a cualquier humano.

Cuando la sirenita tomó entre sus manos el frasco del brebaje, notó una sensación extraña en la garganta, y su voz enmudeció. Siguiendo las instrucciones de la bruja, nadó hasta alcanzar el fondo del canal iluminado por la luna, al pie de la escalinata de mármol del palacio. Y, una vez allí, se bebió aquel brebaje cruel que debía hacer desaparecer su cola de pez.

A pesar de estar prevenida, sintió un dolor tan fuerte que perdió el conocimiento.

Cuando la sirenita se despertó, se encontró echada en el suelo, en presencia del príncipe y su corte. Volvió la cabeza y vio que su cola de pez había desaparecido; pero, en cambio, tenía las piernas más bonitas que una muchacha pudiera desear. Medio envuelta en su larga cabellera, se sintió, sin embargo, avergonzada de su completa desnudez.

El príncipe le preguntó quién era y de dónde venía; pero, como ella no tenía voz, no le pudo responder.

Entonces, el joven la ayudó a incorporarse y, llamándola afectuosamente “mi niña soñada”, le pidió que no se separase de su lado y aceptara venirse a vivir con él a palacio.

Y he aquí que, al cabo de un tiempo, corrió la voz de que el príncipe salía de viaje con un gran barco para visitar países vecinos; aunque en realidad iba a conocer a la hija de un rey amigo de sus padres. El príncipe quiso que, pasara lo que pasara, la sirenita lo acompañara. “Espero que no te asuste el mar, querida mudita”. Y le contó historias de barcos perdidos, de tempestades y peces de todos los tamaños, historias que ella conocía muy bien, pero que, como no podía decir nada porque era muda, escuchaba sonriendo.

Cuando el barco entró en el puerto de la gran ciudad del rey del país vecino, le hicieron un magnífico recibimiento. Aquel mismo día se celebró una gran fiesta en honor del joven príncipe; pero la princesa no asistió a ella porque todavía no había llegado. Venía de muy lejos, de un edificio santo donde la habían educado para ser reina.

Finalmente llegó. La sirenita, que estaba impaciente por comprobar si efectivamente era tan hermosa como decían, hubo de reconocer que jamás había visto una criatura tan bella.

-¡Pero si eres la joven que me salvó cuando yacía, casi sin vida, en aquella playa!-exclamó el príncipe al ver a la princesa-. ¡Oh, cuánta felicidad! ¡Ni en sueños me había figurado una dicha tan grande!

Entonces, la sirenita besó la mano del príncipe y sintió como si su corazón de rompiera. Sabía que muy pronto se celebrarían las bodas y que, un día más tarde, ella tendría que aceptar la muerte que la convertiría en espuma.

Y, efectivamente, la boda se celebró al cabo de pocas semanas. Los novios unieron sus manos, entre nubes de incienso, y recibieron la bendición del obispo. Y aquella misma tarde se embarcaron para hacer su viaje de luna de miel.

La alegría duró, dentro del barco, hasta muy tarde; pero, finalmente, todo el mundo se retiró a dormir. Sólo la sirenita permaneció despierta. Con los brazos apoyados en la borda el barco, miraba lánguidamente hacia levante contemplando el despuntar del alba rosada.
Sabía que el primer rayo del sol le traería la muerte.

De repente vio cómo las aguas, hasta entonces muy quietas, comenzaban a moverse y aparecían sus hermanas. Estaban muy pálidas, y una de ellas llevaba un cuchillo muy afilado en una mano.

-Hemos venido a salvarte-dijo la sirena que empuñaba el cuchillo-. Existe una forma de romper el maleficio causado por el brebaje de la bruja. Antes de que salga el sol debes clavar este cuchillo en el corazón del príncipe y salpicarte los pies con su sangre. Entonces, tus piernas se juntarán como antes y volverás a tener cola. Serás nuevamente una hija del mar, una sirena, y podrás vivir entre nosotras más de cien años.

“Yo no puedo hacer eso”, pensó la joven. “No puedo matar al príncipe porque le amo más que a mi propia vida”

-Piensa en nuestro padre, el rey del mar, y en nuestra abuela, que está tan afligida que ha perdido casi todos sus blancos cabellos.-dijo una de las hermanas de la sirenita.

-No te lo pienses más-dijo otra-. ¿No ves que la claridad del nuevo día ya alborea en el horizonte y que de aquí a poco saldrá el sol? ¡Date prisa! ¡Tienes que hundir el puñal en el corazón del príncipe y venirte con nosotras!
Y, diciendo así, se sumergieron entre las olas.

La sirenita, entonces, retiró la cortina púrpura del suntuoso dosel que habían dispuesto como cámara nupcial en la cubierta del barco, y contempló a la hermosa novia dormida con la cabeza recostada en el pecho del príncipe. Por un momento apretó firmemente el cuchillo entre los dedos y, en seguida, lo lanzó muy lejos contra las olas que, a la suave luz de la mañana, parecían de color rosa.

Con los ojos velados ya por la muerte, la sirenita miró por última vez a su querido príncipe, saltó por la borda y su cuerpo se hundió en el mar, para siempre jamás, en una transparente ola de espuma.