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jueves, 10 de marzo de 2011

Quenas

La calle era larga y empinada, almacenes con artesanías colgadas por todas partes llenaban sus lados. A lo lejos se escuchaba la música, la sangre dejó de correr por mis venas para bailar en ellas, no parpadeaba, estaba ansiosa. Al llegar al final de la calle y divisar ese grandísimo montón de gente, bailando en círculo en aquella plaza, redonda, de ladrillo, el sonido de sus pies contra el suelo me estremeció.

Me abalancé escaleras abajo para llegar a la plaza y pronto me encontré hundida entre aquella multitud, todos sudábamos música, y bailábamos a su ritmo. Pero, hubo un momento en el que, al mirar hacia el suelo, vi unos zapatos que pertenecían a unos pies que bailaban tan bien que quise perseguirlos. Así lo hice. Choqué con su cuerpo y él con el mío, las sonrisas surgieron en medio de la música y al seguirnos los pasos, la amistad.

Pero la noche acabó y la música se detuvo, los pies dejaron de golpear el suelo y se dirigieron a sus lugares. Pronto, el lugar quedó vacío, un vacío oscuro que traía peligro. Con éste silencio, ésta oscuridad y éste peligro, llegó también una despedida, que consistió en darnos la espalda y no volver a vernos jamás.

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