Sonará el despertador a la hora
acostumbrada, y yo no lo escucharé sino hasta la tercera vez que suene. La
realidad se me juntará con el sueño y mi alma se quejará de dolor, de negación,
de desesperación por tener que salir de nuevo al mundo casi desnuda y todavía
maltrecha.
Por fin volveré a mi cuerpo después de una
lucha sobrehumana conmigo misma, recordaré a mi querido, suspiraré por él; me
sentaré en el borde de la cama sin poder abrir los ojos y escucharé el funeral
silencio de esta casa abandonada, donde dormitan pedazos de amor familiar y se
pudren sin refrigeración la infancia y el aire fresco.
Iré al baño, me lavaré las pestañas y las
comisuras de la boca; me miraré en el espejo, me haré la pregunta de siempre
que otra vez quedará sin respuesta y, rendida, volveré a mi cuarto para mirar
la hora. Me daré cuenta de que se me ha hecho tarde, me saltaré otra vez el
desayuno, me mojaré el cuerpo rápidamente, me vestiré con cualquier chiro,
almorzaré frío y, después de haber zampado a la carrera “lo necesario” en mi
maleta, saldré a la calle y caminaré con el único rumbo en que puedo ir.
Leeré en el bus, llegaré a mi destino,
pasaré la tarde haciendo un trabajo que no amo, veré a los demás fuera de mí,
ajenos, y los envidiaré por su libertad. Al caer la tarde, tomaré el camino de
regreso a mi muerto hogar. Me encontraré de
frente con la soledad y el frío, desearé que mi novio esté allí para
abrazarme, recordaré que no sé nada de él hace ya varios días, me dolerá que
haya pasado un día más sin que me llame, se me escurrirá una lágrima, se me
derretirá el corazón. Desearé tener a mi madre para consolarme, pero sabré que
habré de acostarme y dormirme sin haberla visto.
Dejaré que mis pies me lleven a la cocina,
dejaré que mis manos abran la nevera y demás puertas en busca de comida, dejaré
a mi estómago rugir sin ser saciado.
Me dirigiré entonces a mi habitación,
dejaré caer en el suelo mi equipaje, me desvestiré lenta y tristemente, apagaré
las luces, me tiraré boca arriba en mi cama y pensaré en toda la gente a la que
quiero infinitamente y que seguramente no recordarán mi existencia.
Olvidada y resignada, le daré la cara a la
almohada, la abrazaré como si fuera el pecho de mi querido y me echaré a llorar
tan desconsoladamente que a las cucarachas se les partiría el corazón si lo
tuvieran. Y así, me quedaré dormida. Mi alma volará libre y feliz, descansará
del mundo y por fin tendrá un poco de paz; se apaciguará el dolor, se sanarán
un poco las heridas que al día siguiente habrán de abrirse el doble, y al sonar
el despertador, encontraré de nuevo cerradas las puertas del cielo, chillando
mi alma volverá a este cuerpo y de nuevo mis ojos no querrán abrirse.