Yo me preguntaba qué era lo que buscaba, qué quería encontrar dentro del tupido y oscuro bosque, pero me resignaba únicamente a acompañarlo en silencio y sin que él lo supiera. Aunque lo alumbraba con mi lucecita intermitente dudo que haya notado mi presencia, aunque volaba alrededor de su cabeza para intentar decirle que era peligroso lo que haría, dudo que hubiera sabido que estaba allí.
Una vez hubo amarrado el extremo de la piola al árbol, se internó en el bosque. Yo lo seguí, silenciosa, tratando de mermar el zumbido de mis alas y queriendo alumbrarle el camino. Hasta un momento la curiosidad le ganó a mi miedo, pero a medida que avanzaba mi temor crecía y terminó por ganarle a mi curiosidad. Siguiendo la cuerda que él había amarrado retorné al borde de la carretera y me escondí en la hojita de un arbolito solitario, cercano al bosque.
No pasé mucho tiempo allí. Oí unos pasitos rápidos y raspados contra el piso. Me asomé por el borde de la hojita y pude ver a un pequeño hombrecito con un gran sombrero puntiagudo y arrugado y un vestido café que llegaba hasta el suelo y le escondía los pies, al igual que las mangas le ocultaban las manos. Se acercó con su gracioso paso hasta el árbol donde se encontraba amarrada la cuerda y, simplemente, la desamarró, sin siquiera fijarse si alguien lo observaba. Luego se la amarró al dedo índice y comenzó a caminar, siguiéndola. Decidí seguirlo. Caminaba ligero y podría haber pensado que sus pies no tocaban el pasto de no haber sido por el ruido que éstos producían.
Unos pocos minutos después el curioso hombrecillo comenzó a canturrear: “Hermenegildo, Hermenegildo, vuelve aquí, Hermenegildo”. Yo me adelanté, siguiendo la cuerda, el hombrecito no estaba a más de veinte metros de él. El hombrecito siguió canturreando hasta que él respondió: “¿Quién anda ahí?”, a lo que el hombrecillo respondió: “vuelve, Hermenegildo”. El hombrecito se paró frente a él, la punta del sombrero le daba por el ombligo, pero en realidad él llegaría si acaso a sus rodillas. Alzó su mirada hacia Hermenegildo y descubrió su cara carcomida por las arrugas, sus ojos brillaban con una enceguecedora luz dorada. Hermenegildo cayó de rodillas ante él y sus ojos se desorbitaron al encontrarse con los del hombrecito, que le ordenó: “¡Sígueme!”. Hermenegildo lo siguió de rodillas hasta salir del bosque.
Una vez fuera, el hombrecillo le ordenó levantarse, yo los seguía, callada como siempre, observándolo todo con mis pequeños ojos. El hombrecito le amarró las manos a Hermenegildo con la cuerda y agarró el extremo de la piola. Empezaron a caminar por el oscuro camino, Hermenegildo parecía sonámbulo y el hombrecillo acompañaba sus pasos con una dulce pero extraña melodía que tarareaba.
Ya cansada de volar durante tanto tiempo, me posé sobre el pelo de Hermenegildo y dormí. Al despertar aún estaba oscuro pero las estrellas que habían desaparecido del cielo anunciaban que el amanecer estaba próximo. Miré hacia atrás y con sorpresa que me dejó paralizada vi cómo miles de ellos nos seguían, con sus ojos dorados brillando en la oscuridad y tarareando al unísono la extraña melodía.
En poco tiempo las nubes tomaron una tonalidad rosada y la luz anaranjada del sol transparentó al Hombrecillo y a Hermenegildo que en unos contados segundos se tornaron tan transparentes que desaparecieron. Entonces miré hacia atrás y comprobé que los millones que nos seguían habían desaparecido también. Así que me quedé sola, revoloteando perdida, en medio del camino húmedo.